En esta jungla de asfalto en la que vivimos y sobrevivimos, las reglas para los perros son muy claras (aunque no siempre acatadas): pasean con correa, tienen un lugar específico para el baño, no correr dentro de casa y no ladrar demasiado que molestan a los vecinos. Ya si queremos un perro más civilizado, buscamos que aprenda a sentarse, echarse, quedarse quieto, dar la pata y hasta comportarse en cafés, restaurantes y centros comerciales. Todo eso está fantástico y un perro así es lo que todos buscamos. Sin embargo, la realidad de las cosas es que al perro le gusta ser perro.
Siendo una flor de asfalto yo misma, el domingo pasado nos levantamos temprano y nos llevamos a nuestros seis perros, ¡a ser perros! Aquí mismo Guadalajara existe el lugar ideal, El Diente. Estrictamente hablando, es Zapopan y se trata del área alrededor del cerro de San Sebastián. Aunque en cualquier época del año tiene su encanto ir a El Diente, ahora que son lluvias es por mucho la mejor: todo está verde, el clima es muy agradable y encuentras riachuelos y estanques naturales por varias partes… ¡el chiste es explorarlo!
Volviendo a mis perros, porque ese paseo fue para ellos, yo estoy segura que reconocen el camino porque uno o dos kilómetros antes de llegar ya los noto emocionados. Llegando al cerro, nos estacionamos, abro la camioneta y (previa revisión del área por si hay otro perros cerca) los dejo saltar… Casi puedo entender sus ladridos diciendo, “¡libeeeertaaaaaaad!”. Aunque los llevamos sin correa casi todo el tiempo, de todos modos cargamos con algunas por su tuviéramos que sujetarlos al encontrarnos otros perros. Sin embargo, su comportamiento natural en el cerro al ver a otros perros, es mucho más amigable que el que tienen en la ciudad.
Ya dejé atrás las preocupaciones citadinas de que alguno se adelante o se atrase en la caminata. Son perros, ¡saben andar en manada! Mientras vamos caminando y subiendo entre piedras, árboles, ramas y riachuelos, los miro impresionada y enamorada de cómo es evidente que ese es SU ambiente y me están invitando a compartirlo. Luego de una hora de caminata en la que ellos van motivando a su madre urbana y cero campestre (yo), llegamos al destino de ese día y nos disponemos a jugar… ah, porque claro que tienen energía y ganas. Gozando de una vista espectacular, cerca de una pequeña cañada, entre grandes rocas y estanquitos, nuestros perros suben, bajan, brincan, entran al agua, nos traen palos y compiten entre ellos.
Allá en el cerro, mientras no se coman una ardilla o un escarabajo, todo está bien. Que si comen tierra, pasto o ramas… que así sea. Que si se revolcaron en popó de caballo… ya los bañaremos. No hay “sentados” ni “quietos”. Estamos ahí para cuidarlos, no par controlarlos. Durante tres horas (una de subida, una de juego, una de bajada) los dejamos SER. Cuando ya tuvieron suficiente, ellos mismos nos lo hacen saber: buscan la sombra, buscan echarse, buscan un cariñito o chiqueo. Lo más padre de todo es que aunque tienen todo el espacio y rincones posibles, ellos eligen estar junto a su familia humano/perro.
Todos los perros, hasta el más chiquito, tienen impreso en su código genético alguna conducta o función que los hace encajar con la naturaleza. Quítale ese suéter que no necesita, sácalo de esa bolsa en que lo cargas, bájalo del carrito en que lo paseas… y llévalo a donde pueda ser perro.
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Aranza Alvarado